Por: Carlos Martínez Loza
Iguala, Guerrero, Abril 12.- Dos pueblos, uno italiano y otro mexicano, separados ásperamente por la distancia y el tiempo, arrullaron en su maternidad a dos niños que a su madurez ensayarían con devoción minuciosa la palabra y la abogacía.
Marco Tulio Cicerón fue predicado por Jacinto Pallares como “el padre de la elocuencia judicial”; Ignacio Manuel Altamirano; por Gerardo Ramírez Vidal, “como el mayor maestro de retórica forense en México en el siglo XIX”. En Altamirano habitó el literato, el político, el periodista, el latinista, el fiscal, el procurador, el magistrado y el maestro de elocuencia forense, magisterio que desarrolló en la Escuela Nacional de Jurisprudencia del Colegio de San Juan de Letrán de 1879 a 1882.
Al orador de Tixtla le bastaron escasos tres años para formar óptimos oradores, “del taller de Altamirano, a semejanza del de Isócrates, salieron grandes abogados y parlamentarios”, dice Ramírez Vidal en su encomiable libro Textos de oratoria forense de finales del siglo XIX en México (UNAM, 2024). La faceta de orador y maestro de elocuencia judicial del autor de Navidad en las montañas ha conocido quizá escasa publicidad.
Se sabe con certeza que hacia 1879 comenzó a impartir sus lecciones de elocuencia los días martes y jueves; gracias a su gusto por escribir crónicas en el periódico La República, conocemos lo que pasó en la clase del jueves 24 de febrero de 1881: después de la exposición del profesor sobre Demóstenes y la Teoría del gesto de Johann Jakob Engel, un actor del siglo XVIII, participaron dos alumnos con dignísimas piezas oratorias a la que seguían las críticas del maestro Altamirano señalando las virtudes y las deficiencias oratorias.
Ese mismo año y mes, en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, Altamirano pronunció el discurso “Necesidad de la elocuencia en el foro”, en su exordio apela a una cita del jurista francés Cormenin: “Los abogados hablan para quien se quiere, cuando se quiere y sobre lo que se quiere. Tienen un oído tan fino y tan listo, que si los interrumpís, no hacéis más que darle replica”. Agrega que si el crítico francés resucitara tendría que emitir juicios muy distintos, pues los abogados salen de las aulas sabiendo frases latinas del Digesto pero salen ignorando por completo las más triviales reglas del bien decir, pueden perder un litigio “tan solo porque su falta de hábito de hablar en público le hizo dejar sin replica un sofisma inesperado de su contrario.”
Sobreabunda el dicho de que todo abogado debería ser historiador, a lo que Altamirano complementa “Yo a mi vez, sostendría, y quizá con mayor fundamento, que todo abogado debería ser orador y todo orador debería ser abogado; porque un abogado sin elocuencia es como un soldado que tiene a su disposición toda clase de armas, pero que no sabe manejar ninguna, o como un robusto jinete montado sobre un magnifico corcel, pero que es extraño a las más vulgares reglas de quitación.”
Ignacio Manuel Altamirano Basilio murió católico el 13 de febrero de 1893 en San Remo, Italia. En uno de sus poemas más conmovedores asocia la pérdida de su madre con la muerte inminente:
Abordo ya la tumba, madre mía,
Me mata ya el dolor… voy a perderte,
Y el pobre ser que acariciaste un día
¡Presa será temprano de la muerte!