Por: José I. Delgado Bahena

Cuando él llegó a mi vida, la verdad, ya no lo esperaba. Todo ocurrió tan de repente; fue, digamos, inesperado. Pero llegó y, pues, me confundí. No supe ver que era él; porque, además, mucho tiempo había ansiado que unos ojos como los suyos me vieran, que unas manos, como las de él, me acariciaran, y una boca como la suya me besara.
Era mi sueño. En esos sueños mis veredas de la sexualidad se estremecían y obnubilaban mi mente. Todo lo cimentaba en una obsesión: el placer carnal y los bienes materiales.
Desde niña, a expensas de lo que mi madre decidiera para mí, por mí, de mi vida, mis objetivos fueron altos, como las estrellas, y firmes, como el Monumento a la Bandera. Siempre deseando todo, sin tener nada. Siempre creyendo que mi futuro estaba en algún lugar lejano, donde la miseria en la que vivíamos con mi madre, Rubén y yo; los dos únicos hijos que tuvo y que nunca nos quiso decir quién era nuestro padre, no nos alcanzara. Por eso, desde mis diez años me fui volviendo caprichuda, inconforme, exigente y altanera. Presumía de lo que no tenía y me avergonzaba del cuartucho maloliente en el que vivíamos.
Mi madre, con su escasa preparación y con un sueldo miserable que le daba el dueño de la taquería donde ella se empleaba como mesera, no era capaz de cumplir nuestro más mínimo deseo. Los Reyes Magos fueron una ilusión que terminó cuando nos dijo: “Eso que piden es imposible, porque lo que gano apenas si alcanza para comer”.
Luego: mis quince años… Yo: esforzándome en la secundaria, obteniendo los primeros lugares para ver si mi madre conseguía un préstamo y me hacía una gran fiesta; lo único que me dio fue un poco de dinero para que fuera al cine con Rubén. Preferí darle todo a mi hermano y mejor me fui con Enrique, mi novio, a pasarla bien, con él, en su casa.
Fue en esa ocasión que, como regalo de quince años, tuve mi primera relación sexual. Fue con Quique, a quien ni quería, pero fue lo único que tenía a la mano.
Después, la carrera. A fuerzas, mi madre, convenciéndome de que entrara a la escuela en la que solo estudié dos años porque, ¿para qué?, mis aspiraciones eran otras, ni modo.
Lo único bueno de los dos años que estuve ahí, fue que conocí a Dana. Bueno, “Dana” es su nombre artístico y no pienso decirte el verdadero, no lo necesitas, ¿verdad?
Dana me dijo: “¿No te gustaría ganar mil pesos diarios y, además, divertirte mucho?
“¿Cómo le hago?”, le pregunté verdaderamente interesada.
“Mira”, me dijo con voz muy baja, “yo sé de una casa donde pueden darte ese dinero, y hasta más, si eres lista. Solo tienes que ser amable con unos tipos a los que se les exige mucha discreción. Tú no tratarás nada con ellos. La señora, que es la dueña de la casa, te tomará una fotografía y la mostrará a los interesados; si les gustas, te mandan traer para que convivas con la persona que pague tus servicios. Todo es muy privado y discreto. Después de las dos horas que deberás estar con quien contrate tus atenciones, te darán tu dinero y no habrá preguntas. ¿Cómo ves, le entras?”
“Déjame pensarlo… ¡Sí!”, le dije inmediatamente nomás de imaginar que dejaba atrás toda una vida de carencias y limitaciones.
Afortunadamente, ese semestre lo tenía que estudiar por las tardes; entonces, dejé de asistir a la escuela y me iba a la casa en la que también Dana prestaba sus servicios, pero solo ocasionalmente, porque ella sí seguía en la escuela.
La casa era muy grande y tenía, al menos, ocho habitaciones. Además, en el centro de un jardín había una piscina, que nadie usaba. Todas las muchachas, vestidas con un transparente camisón blanco, estábamos en una habitación donde esperábamos a que llegara alguien que se interesara en alguna de nosotras. Al estar todas juntas parecíamos unas palomas enjauladas.
Lo que sea, no es por presumir, pero yo era una de las tres más solicitadas, y cada día salía con mil quinientos o dos mil pesos. Me había puesto por nombre Frida, para hacer un lado el corriente María Eugenia que me había puesto mi madre. El trabajo era sencillo: teníamos que convivir, platicar, tomar una copa con los clientes y, si ellos pagaban el servicio completo, debíamos complacerlos en todo.
Una tarde, en la que estaba a punto de retirarme, la señora me pidió que hiciera una excepción de mi horario (ella sabía que yo tenía que regresar a la casa de mi madre como si en ese momento saliera de clases). Me rogó que atendiera a un caballero. Acepté porque me dijo que me daría el doble. No sé si hice bien o mal, pero acepté.
Al entrar a la habitación me encontré con un hombre grande, como de cuarenta años, que me cayó muy bien; después de la plática, le quité su ropa e hicimos de todo lo que él quiso. Yo estaba emocionada. Sinceramente, me dije que si no me pagaba, no importaba, era el tipo de hombre que yo estaba esperando. Su madurez, su experiencia, su sabiduría en el arte amatorio me hizo desear que esas horas no terminaran nunca. Sus expertas manos eran el molde por el que mi cuerpo tomaba nueva forma, y si en ese momento hubiera llegado la muerte, no me habría dolido tanto como dejar de besarlo y de acariciarlo.
Pero la muerte sí llegó. Después de apagar la hoguera y mientras disfrutábamos un whisky, hicimos la plática.
Me dijo que se llamaba Rubén, que acababa de llegar de los Estados Unidos y que tenía dos hijos aquí. “Uno se llama Rubén, como yo; y mi hija se llama María Eugenia”, completó tomando un gran trago a su bebida; luego, besándome con pasión, vació en mi garganta una porción del whisky que tenía en la boca.

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