Desde que entramos al quinto semestre, y se fueron presentando nuestros maestros que nos darían clases, me di cuenta de que algo había visto en mí esta nueva maestra a la que todos apodaron de inmediato, por razones lógicas, como “la pechugona”.
Yo estaba muy chavo; pero, a mis diecisiete años, intuí que algo estaba por pasar en mi vida desde ese momento.
En ese entonces tenía mi novia, y
nunca me había imaginado que me involucraría por completo con sentimientos, con atracción física, con tanto ímpetu y el impacto emocional al cien, que hasta me sentía de más edad, es decir: más hombre.
Al salir de la secundaria, mi padre me advirtió: “Mira, hijo”, me dijo una noche después de merendar, “de por sí los Ochoa tenemos mucha suerte con las mujeres, y luego que, pues no eres feo; debes tener cuidado y no dejarte enredar por cualquier muchachita que luego nomás comprometen. Piensa que, si tu madre viviera, a ella le gustaría verte convertido en profesionista y ser responsable con tu vida”.
En esos momentos, en que mi padre me hablaba de mamá, yo sentía mucha ansiedad por no haberla conocido, ya que él me había dicho: “Murió en la Cd. de México, donde vivíamos cuando tú naciste, sus familiares la cremaron y se llevaron sus cenizas a Chihuahua, su tierra natal”.
Mi padre me contó que, por más que peleó sus derechos, no logró convencerlos de que le dejaran sepultar su cuerpo; por eso, decepcionado y triste, decidió traerme a Iguala para que me formara al cuidado de mi abuela paterna.
Así crecí, amando una imagen desconocida. En casa teníamos solo una foto de mamá, enmarcada en un cuadrito donde salía con papá, muy jóvenes ellos, como de dieciséis años, y en la actualidad él se veía muy cambiado.
Así que, desde el primer día, cuando nos tocaba clases con “la pechugona”, yo sabía que ella haría algo para darme a entender que era su preferido y me disponía a enfrentar las burlas de mis compañeros.
Siempre que necesitaba que se le apoyara en algo: tomar asistencia, llevar un documento a la dirección, llevarle sus cosas a otro salón, me pedía que yo lo hiciera.
Los compañeros me decían: “Ten cuidado, Jesús, te va a violar”. Yo les respondía con una sonrisa y me dejaba llevar por mis desenfrenados deseos al imaginar que la maestra y yo teníamos relaciones sexuales.
Por eso, debo reconocer que, poco a poco, fui aceptando ese sentimiento y esa atracción hacia la maestra Aída, “la pechugona”, con mi fantasía desbordada al pensar que retábamos al mundo con la realización de un amor jamás vivido.
Yo aceptaba las atenciones y los regalos de la maestra; con esos detalles fue creciendo algo muy bonito en mi corazón que, con el paso de los días, se convirtió en un punto más que amistad hacia esa mujer de treinta y cinco años que había aparecido en mi vida.
Por supuesto, yo no le platiqué nada a papá, porque seguramente no habría aprobado lo que yo sentía por mi profesora. Ella me invitaba a comer durante el receso y acaparaba mis tiempos libres, por eso decidí terminar mi relación con Alexia, la chava que había sido mi novia desde el primer semestre.
La verdad, ella nunca me dijo algo más allá de un “te quiero”, “cuídate”, “eres muy guapo”, y otras cosas que me hacían sentir como una hoguera en mi pecho. Además, nuestras convivencias se limitaban al espacio cerrado y limitado de la escuela; por eso, creo que el que estuvo mal fui yo, al pensar otras cosas.
A veces eso me confundía, pero todo se aclaró, desgraciadamente, el día en que yo tenía que ir a presentar mi examen para ingresar al Poli y nos encontramos en el autobús para ir a la Ciudad de México.
Mi padre y yo estábamos ubicados ya en nuestros asientos, cuando ella subió, acompañada de una chava como de mi edad y se sentaron un poco adelante de nosotros. Mi papá no la advirtió; pero, durante el viaje, yo aproveché para comentarle sobre ella y decirle que me sentía muy emocionado porque, a pesar de la diferencia de edad, pensaba que podía vivir algo muy padre.
Él se asombró, pero me dijo que respetaría mi decisión porque le había demostrado que era muy maduro en mis asuntos.
Entonces, cuando llegamos a la terminal, en la Cd. de México, al recoger nuestras maletas, nos encontramos de frente y tuve la oportunidad de presentársela.
“Mira papá”, le dije, “ella es la maestra de la que te hablé”.
Él no dijo nada. Solo me tomó del brazo y me condujo hacia el fondo de los andenes. Allí, con la vista sobre el piso, me pidió perdón por ocultarme las cosas.
“Esa mujer es tu madre, hijo”, me susurró, “no murió, nos dejó por irse con otro joven cuando tú tenías medio año de nacido. No sé cómo nos encontró, pero te pido que no sigas cultivando el sentimiento que tienes hacia ella, no lo merece”.