Por: José I. Delgado Bahena

Desde el primer día que agarré el camión repartidor de jugos de la empresa refresquera donde trabajé, me di cuenta de que algunas ñoras de las tiendas que estaban en mi ruta son bien querendonas, y que las indirectas que me echaban eran para que cayera en sus redes y las complaciera en lo que tanto les hace falta por las noches.

Ya me lo había advertido mi amigo Hugo, quien era mi supervisor y mi compañero en el equipo de futbol donde nos conocimos. Él me invitó a trabajar ahí. “Tú mete tu solicitud, yo me encargo de lo demás. En este trabajo vas a conocer a unas señoras que están necesitadas de atenciones”, me dijo, “ya sabes a qué me refiero. Si les das por su lado, te va a ir bien”.

Así fue. A los dos meses me llamaron por teléfono a la casa para decirme que había sido aceptado y que llevara todos mis papeles.

Rebeca, mi esposa, fue quien contestó, y cuando llegué de la calle ya me tenía hasta con copias los documentos que me pedían.

Lo que sea, mi vieja había sido bien aguantadora, siempre fiel, cuidando a mi chamaquita y aguantando vara. Había soportado hasta las indirectas de mi madre por estar ahí metida, “de arrimada”, me reclamaba, porque no habíamos podido irnos a vivir aparte; eso que en las mañanas se las pasaba sola, en la casa. Mis padres se van al mercado a atender su puesto de pollo, y mi hijita estaba en el jardín de niños…

Pero bueno, con el trabajo de repartidor de jugos creí que nos iría mejor y pronto podríamos vivir en nuestra propia casa.

“Pinche Julio”, me dijo un día Hugo, “¿cómo le haces? En pocos meses has superado el record de ventas de otros vendedores que ya tienen años. Si sigues así, al rato te van a tener envidia todos los compañeros”.

“No. Mira: lo que pasa es que ya viene el cumpleaños de mi hijita y quiero hacerle una fiestecita. Espero que nos acompañes”.

“Sí, claro…”, me contestó, “¿quieres que lleve el pastel?”

“No es necesario. Ya ves que le estoy echando ganas para todos los gastos”, le respondí con sinceridad.

A Hugo no le pude ocultar las cosas y le confié que en las tiendas me había hecho ya de cuatro “amigas” a las que les acepté sus coqueteos y, sin que yo se les pidiera nada, me compraban buenas cantidades de jugos, aunque no lo necesitaran, a cambio, por supuesto, de que yo fuera “amable” con ellas.

“Ya sé güey. ¡Te lo dije! Nomás ten cuidado…”

El día de la fiesta de mi hija, por cumplir sus cuatro años de edad, Hugo llegó al salón con una piñatota repleta de dulces. Se la entregó a Rebeca y juntos organizaron a los niños para que la rompieran; mientras, yo me dediqué a poner música en un aparato que compré con el dinero que me dieron al vender mi moto.

Después del show del payaso, mi niña partió el pastel y mi hermana Lupe puso unos juegos organizados con los niños invitados y sirvieron los bocadillos. Yo le puse a Hugo una botella de tequila en su mesa. Mi mujer se sentó con él a acompañarlo y estuvieron platicando hasta que me senté a beber con ellos.

Al final, por lo borracho que yo estaba y lo cansado que quedé por los trabajos de la fiesta, ni cuenta me di sobre la hora en que Hugo se fue.

Una semana después, mi amigo se subió al carro que manejo.

“Te tengo una noticia: te cambiamos de ruta. Dejarás la de aquí, de la ciudad, y te irás a los pueblos”, me dijo viendo fijamente el tablero del carro.

“¿Por qué?”, le pregunté extrañado.

“Vino el esposo de una señora, de una de las tiendas de tu ruta, a poner la queja de que te andas metiendo con su vieja; dijo, que si no te cambiaban, iba a cancelar sus pedidos. Como el jefe revisó sus compras y vio que eran muy buenas, me ordenó que te reubicara. Lo siento amigo”.

No me quedó más remedio que aceptar esa decisión. Como en los pueblos la gente consume menos nuestros productos, llevaba ya dos semanas teniendo bajas ventas; además, allá no me había aparecido ninguna tendera que me pidiera le quitara las ganas; solo don Camilo, un señor como de cuarenta años, que se me insinuó y me dijo: “Qué bien le queda su pantalón, joven”. Y pues, ahí sí, quién sabe si me hubiera animado.

Ya no lo pude averiguar; este viernes, al estar descargando la mercancía, me sentí con gripe y mejor me regresé temprano. Iban a dar las once del día cuando llegué a mi casa; pero, al abrir la puerta y escuchar voces en mi recámara, fui directamente hacia allá. Mi decepción fue enorme al encontrar a mi vieja revolcándose con mi amigo Hugo; entonces, tomé una escopeta que mi padre tenía recargada en un rincón de su cuarto, les apunté desde la puerta, y disparé…