Por: José I. Delgado Bahena

Todo ocurrió un lunes, y jamás imaginé que aquello que pasó marcaría mi vida para siempre.

Sinceramente, el destello de sus ojos juveniles, de falsa mirada, me envolvió y me causó tal deslumbramiento que no me permitió ver ninguna señal que me advirtiera sobre los riesgos que estaba a punto de correr.

Cruzaba la plancha del Monumento a la Bandera, por el lado de la Pérgola, para evadir el tiradero que tienen los albañiles por los trabajos del Centro Histórico, y la vi: sentada en uno de los escalones; sus piernas cruzadas, una sobre otra, cubiertas apenas con su falda, tan corta (después descubrí que para hacerla ver como minifalda le doblaba en la cintura y la subía a dos cuartas de sus rodillas), que me dejaba adivinar esa parte de su cuerpo, fresca, húmeda y a la vez tibia y sedienta, que algunos llaman “íntima”.

Era bonita. Aunque, tal vez, mejor debería decir: misteriosa. Sus ojos, su cabello, su boca e, incluso, su perfume, me embriagaron y me arrojaron al piso en una indescifrable condición de esclavo y amo, en éxtasis y abandono.

“Hola”, le dije, sentándome a su lado, entre nervioso y atrevido.
“Vete”, expresó para contestar mi saludo.

En ese momento debí hacer caso a las cuatro letras que brotaron de sus carnosos labios y retirarme agradecido por su rechazo; pero no, sus ojos me dijeron: siéntate, y obedecí enceguecido.

A mis treinta y ocho años, casado y con dos hijos: un jovencito de dieciocho y una señorita de quince, nunca pensé volver a sentirme como un colegial en su primera cita.

“¿Cómo te llamas?”, le pregunté con temblorosa voz.

No contestó. La tarde caía. El calor, a pesar de las primeras sombras de la noche, no cedía.

“Te invito un helado”, le dije con un susurro, aspirando el aroma de su negra cabellera.

“Olga”, pronunció con un canto atorado entre sus dientes que parecieron copos de nieve ante la luminosidad de las lámparas que en ese momento se encendían.

“¿Qué…?”, le pregunté extrañado por su respuesta.

“Olga”, repitió. “Así me llamo. Tengo prohibido hablar con desconocidos. ¿Tú, cómo te llamas?”

“Efrén”, respondí emocionado, soñando con las promesas no pronunciadas, pero que en mi piel incendiada se tatuaban.

“Ah. ¿Y en dónde me piensas invitar el helado?”

“Donde gustes. ¿Por qué estás sola?”

“¿Importa eso?”, respondió esquivando la mirada y tirándola sobre la Pérgola.

“No… Bueno, pero supongo que tienes que llegar a tu casa a determinada hora.”

“No hagas preguntas y vamos a donde tú quieras”, dijo al tiempo que se levantaba y bajaba los cuatro escalones que nos separaban del piso.

Aún seguí sentado unos segundos admirando su bien formado talle, sus glúteos, su cabello como negra cascada sobre su blusa blanca.

Impulsado por el deseo y su juvenil soltura que poco disimulaba su blusa entallada, de un salto me ubiqué a su lado.

“¿Traes condones?”, me preguntó al sentirme junto a ella.

“No…” contesté ofuscado, “pero es lo de menos, en cualquier lado hallamos.”

En la calle, detuvo un taxi y subió al asiento trasero. Yo, en el delantero.

“¿A dónde vamos?”, le pregunté torciendo el cuello.

“A donde gustes”. Respondió dirigiendo su mirada hacia la ventanilla.

Le pedí al conductor que se dirigiera a un hotel que está por la salida a Cocula. Al llegar, ella bajó y se introdujo en la habitación; yo le pagué al taxista y le pedí que regresara por nosotros en un par de horas.

Al entrar al cuarto advertí que había encendido el televisor y en esa semioscuridad pude ver su cuerpo desnudo sobre la cama. Como loco, me desvestí y me tendí a su lado. Le besé los muslos y recorrí con mis labios cada centímetro de su tersa piel. Al llegar a su boca, encontré una hoguera que encendió mis pulmones.

“Espera”, me pidió separándose de mi lado. “¿Y los condones?”

“No te preocupes. No pasará nada. Es la primera vez que hago esto. Solo he estado con mi esposa.”

“Bueno…”, dijo, con un suspiro, y me abrazó.

Al despedirnos, intercambiamos números telefónicos y quedamos de acuerdo en volver a vernos.

No volví a saber de ella. Después de dos meses, nunca me llamó. Yo le marqué en varias ocasiones y jamás contestó mis llamadas ni los mensajes que le enviaba; hasta hace una semana, cuando se presentaron en mi domicilio dos agentes del ministerio público, y una patrulla de policías, para detenerme por una demanda, por parte de sus padres, que me acusan de haber abusado sexualmente de su hija, y haberla embarazado, cuando, hasta ayer lo supe, tan solo tiene diecisiete años de edad.

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