Por: Carlos Martínez Loza


Iguala, Guerrero, Abril 22.- En 1951 el escritor italiano Giovanni Papini ideó un ingenioso relato. En un gris octubre de una ciudad americana comienza a experimentarse con las primeras máquinas pensantes en la administración de justicia. Si Italia tenía el primado del arte, Francia el de la elegancia, Inglaterra el del comercio y Alemania el de la ciencia militar, Estados Unidos tenía que ser en el de la técnica y la tecnología. Escribe Papini en ‘El tribunal electrónico’ (El libro Negro).

El Tribunal Electrónico se compone de jueces pero también de un aparato mecánico que juzga. Con algoritmos (se dirá hoy) matemáticos, dialécticos, estadísticos y sociológicos, la gran maquina ocupa el centro del aula magna del tribunal: preside el sacerdocio de la liturgia de la impartición de justicia; los jueces, abogados y justiciables son tan solo espectadores que se sientan en las primeras bancas como quien escucha una homilía. Escribe Papini nostálgicamente: “El único recuerdo del pasado que se ve en la máquina es una balanza de bronce que corona platónicamente al metálico cerebro jurídico.”

El primer juicio que resuelve es un feminicidio. Después del desbroce de la acusación y defensa, de la narración y las pruebas, un operario humano pregunta a la máquina, como si fuese el Oráculo de Delfos, cuáles son los artículos del código penal aplicables al caso. El Tribunal Electrónico responde a la manera de los cajeros automáticos de los supermercados: a través de una ranura expulsa un papel en el que está impresa la sentencia. El policía la recibe y conduce fuera al condenado.

Es en el tercer juicio en el que sucede lo abrumador. Un hombre acusado de espionaje es interrogado largamente por la máquina, al cabo de intercambios de argumentos y contrargumentos, sobrevienen “algunos segundos de silencio opresivo, se iluminó el cuadrante más elevado de toda la máquina: apareció, primeramente, el lúgubre diseño de una calavera, y luego, un poco más abajo, las dos terribles palabras: «silla eléctrica».”

El condenado hombre, “al ver aquello profirió una blasfemia, y luego cayó hacia atrás contorsionándose como un epiléptico. Aquella blasfemia fue la única palabra genuinamente humana que se oyó en todo el proceso. El traidor fue tendido en una camilla de mano y gimiendo desapareció de la sala silenciosa.”

El personaje de Papini siente nauseas después de haber presenciado aquel siniestro espectáculo. Ya en casa y en cama, sigue reflexionando consigo mismo:

“He sido siempre favorecedor de los prodigiosos inventos humanos debidos a la ciencia moderna, pero aquella horrible aplicación de la cibernética me confundió y perturbó profundamente. Ver a aquellas criaturas humanas, quizá más infelices que culpables, juzgadas y condenadas por una lúcida y gélida máquina, era cosa que suscitaba en mí una protesta sorda, tal vez primitiva e instintiva, pero a la que no lograba acallar. […] La máquina se convertía en juez del ser viviente; la materia sentenciaba en las cosas del espíritu. Era algo demasiado espantoso, incluso para un hombre entusiasta por el progreso, como yo me jacto de serlo.”

Bienvenido, posmortem, Papini, al debate que profetizaste hace ya unas décadas. Que cada uno prepare sus argumentos.

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