Por: José I. Delgado Bahena

A Lola la conocí en tiempos de la pandemia. Los dos estuvimos formados afuera de las canchas de basquetbol desde la noche anterior, ella por su segunda dosis de la vacuna, yo por mi abuela que ya es de la tercera edad y me ofrecí para ir a apartarle lugar.

En esa ocasión, yo comencé la plática, nomás para pasar el tiempo, en lo que dormitábamos por ratos sentados en los banquitos que llevamos. Por el cubrebocas, y por estar un poco oscuro, no pude percibir la edad que ella tendría, así que a las primeras, después de un rato de conversación, le dije que me caía bien; ella correspondió y me dijo que yo también a ella, que le parecía un muchacho maduro y centrado, todo porque hablamos de política y los dos estuvimos de acuerdo en la forma de gobernar de Obrador.

Esa fue nuestra primera coincidencia. Después vinieron muchas más, lo que nos llevó a intercambiar nuestros números de teléfono y a prometernos que, en cuanto pasara la pandemia y pudiéramos salir sin riesgo de contagiarnos, nos veríamos para tomar un café.

La verdad, en esos días yo andaba muy sentido con la vida. Estaba viviendo una enorme decepción amorosa, todo por estar clavado con mi amiga Arcelia, que era mi compañera en el Tec, y antes del encierro, por la pandemia, le declaré mi amor, pero no me aceptó; inclusive me dio una pedrada en el corazón al decirme que se estaba tratando con Juan José, un compañero de la misma carrera, pero que iba en otro salón. Aunque me aclaró que apenas se andaban conociendo y que aún no pasaba nada entre ellos; pero me di cuenta, sin duda, que ella estaba interesada, por lo que publicaba en su Facebook y porque, cuando le dije de mi intención de que fuéramos novios, inmediatamente publicó una foto con él.

Desde ese momento, mejor me fui alejando de la amistad de Arcelia, porque al estar con ella, cuando no teníamos clase, y verle los ojos de cerca, rozar sus manos y escuchar su voz cerca de mis oídos, la verdad era un sufrimiento enorme. Todavía fuimos un par de veces al cine y a comer; nos tomamos unas fotos muy bonitas, medio romanticonas, como si fuéramos algo más que amigos; entonces, yo me hacía ilusiones, pero cuando me nombraba a Juan José y me decía que tenían planes, y que los dos seguirían estudiando una maestría, o algo así, mi corazón lloraba y me daban ganas hasta de dejar la escuela.

Entonces, mientras pasaba la pandemia, y las clases eran por internet, mejor estuve en contacto con Lola. En realidad se llamaba Aurora. Era maestra en una secundaria de una escuela que está por la Ruffo. Todas las noches nos mensajeábamos y nos enviábamos poemas, canciones y algunas imágenes que descargamos de internet.

Honestamente, por todo lo que nos decíamos en los mensajes y en las llamadas que hacíamos, me di cuenta de que Lola se fue clavando gacho conmigo; hasta me dijo que sentía que yo era el amor de su vida. Cuando ella me decía eso, me daba mucha pena, porque, pues, yo no podía olvidar a Arcelia y de vez en cuando me metía a su Facebook, con la esperanza de encontrar alguna publicación en la que dijera que estaba solterita, o que hablara mal del amor, para suponer que ya se había decepcionado de Juan José.

Mientras, fue pasando el tiempo y, gracias a Dios, sobrevivimos al Covid y todos empezamos a salir más, confiados por las vacunas que ya nos habían puesto. En la escuela, regresamos a clases presenciales y Arcelia me buscaba para platicar, pero yo la evadía, no quería llevarme otra decepción porque, además, al salir de clases se iba con Juan José. No le pregunté si ya eran novios o qué había pasado. Todavía me dolía. Por eso mejor no toqué el tema en las pocas palabras que cruzamos y busqué la oportunidad para que Lola y yo nos viéramos, como acordamos, en un café.

Así fue. Por la noche le pedí que fuéramos al café el fin de semana. Ella quería que al día siguiente, pero le dije que tenía mucha tarea, de la escuela, lo entendió y aceptó que nos encontráramos el sábado en una cafetería del centro.

Como era la primera vez que saldríamos, yo iba muy emocionado. La verdad, durante las conversaciones por teléfono y por medio de los mensajes que nos enviábamos, creí que habíamos empezado un romance que me podría ayudar a esconder el amor que aún me corría por la sangre y se alojaba en mi corazón, por Arcelia; porque, aunque no nos viéramos, yo la amaba igual, y la veía todas las noches antes de dormir en las más de dos mil fotos que nos habíamos tomado como amigos.

Lo malo fue al llegar al café. Cuando me paré en la entrada, para recorrer con mi mirada todas las mesas, buscaba a una chica sola; pero, de pronto, de una, donde estaban un niño y una niña, se levantó una mano llamando mi atención. Era Lola.

“Mira”, me dijo señalando a los dos niños que la acompañaban, cuando me senté en una de las sillas, a un lado de ella, “son Kevin y Aurorita, mis hijos. Yo ya no tengo nada qué ver con su padre. No te había dicho nada porque creí que solo deseabas mi amistad, pero como veo que la cosa va por otro rumbo, lo mejor es que lo sepas…”

En ese momento comprendí que no estaba preparado para vivir una experiencia como esa. De manera cortés, pero con firmeza, le di las gracias por haberse sincerado; pero me levanté y, despidiéndome del niño que estaba a un lado mío, con una caricia en su cabello, salí de la cafetería, reflexionando en una canción de Joaquín Sabina: “Tú buscabas marido, yo quería un escondite, tu sombra es un pecado de la imaginación”.

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