Por: José I. Delgado Bahena
“Ahora sí que, como luego dicen: mi historia está muy macabra”, me dijo Víctor, ante una taza de café americano que había pedido.
Esa tarde me había mandado un mensaje a mi celular para pedirme que nos viéramos en la plaza comercial para platicar. Supuse que me tenía una historia para el Manual, y acepté.
Así fue. Desde el momento en que nos sentamos le dije: “A ver, suéltala, ¿de qué se trata ahora?”
“No me lo vas a creer…”, me confió; “…pero lo que me pasó es como para creer en el diablo; porque si no, ¿cómo vamos a aceptar que puedan pasar estas cosas?”
Ante mi cara que seguramente expresaba perplejidad, continuó:
“Mira: hace dieciocho años yo estuve muy enamorado de una chava que era muy codiciada en Taxco. No tan alta, pero con un cuerpo muy bien formado, de piel clara, ojos grises, cabello castaño y unas piernotas… Se llamaba Angustias y era hija de un médico muy amigo de mi papá.”
Al ver mi reacción mezclada entre el asombro y la burla, me recriminó.
“No te rías, es verdad: así se llamaba. Pero bueno, yo le llevaba un año de edad y desde que nos conocimos vi que le gusté. El problema es que yo no tenía una profesión, había dejado la prepa y, como me decían que no cantaba tan mal, fui a pedir trabajo en una pozolería y me dediqué a interpretar las canciones de Joan Sebastian. El dueño del negocio le hizo mucha publicidad a mi talento como ‘El doble de Joan Sebastian’ y venía mucha gente a oírme cantar.”
¿Y qué pasó con Angustias?, le pregunté.
“Pues, de todos modos busqué la forma de hacerme su novio, hasta que lo logré; pero nos veíamos a escondidas de sus padres, ya que eran muy celosos y le limitaban su tiempo. Ella inventaba que iba con sus amigas, para poder vernos. Sinceramente, me enamoré mucho. Ella era mi cielo, mi amor, mi razón de ser, mi vida misma. Yo sentía que ella me correspondía y hablábamos de vivir juntos o de casarnos a espaldas de sus padres, porque estábamos seguros de que no aceptarían nuestro noviazgo”
¿Y qué pasó? Le pregunté ya con cierta ansiedad porque no creí que quisiera contarme una historia de Corín Tellado.
“Pues, ¿qué crees? En una de esas escapadas, fuimos a mi casa y tuvimos relaciones sexuales. No creas que solo fue por placer. No. Lo hicimos por amor. No tuvimos duda. Fue una entrega sin disimulos, nos besamos con fervor en una correspondencia de dos almas que encuentran un enlace a través del cuerpo.”
¿Y luego?
“Pues, desafortunadamente, una tía suya nos vio salir de mi casa y le fue con el chisme a su mamá. Angustias creyó que la apoyarían y les contó todo a sus padres, incluyendo la tarde de sexo que habíamos tenido.”
Y te rechazaron…
“No, pues ya te imaginarás. Se le armó el desmadre y que la mandan a los Estados Unidos, con una hermana que su madre tenía allá. Yo lo supe gracias a mi papá que le preguntó al médico y él le reclamó muy molesto lo que yo había hecho con su hija.”
¿Y ya, se quedó a vivir allá?
“Espérate”, me dijo mientras ordenaba al mesero otra taza de café y yo solicité un té frío que vacié en un vaso con hielo, para seguir escuchándolo.
“Entonces, como para quitarme el sabor amargo, acepté los ojitos que me andaba echando Lulú, la hija del dueño de la pozolería donde trabajaba, y a los pocos meses nos casamos. Al año tuvimos una hija, pero Lulú se puso muy mala de una enfermedad muy extraña que nadie le pudo curar y, a punto de cumplir tres años mi hija, se murió y me quedé solo, con mi niña, a quien tuve que cuidar y educar.”
Oye, esa historia está muy simple. Le dije, tratando de indagar algo que no me hubiera dicho y que justificara su publicación en el Manual.
“¡Ja, ja, ja, ja!” Se carcajeó y luego se inclinó sobre la mesa para decirme con voz muy baja: “No he terminado…” Y continuó:
“Pasaron los años, mi hija creció y entró a la universidad. Hace dos meses llegó a la casa con una compañera suya, a quien me presentó como Tere, ‘la Tapatía’, e inmediatamente sentí como si un rayo me hubiera impactado en el pecho. ¡Era igualita a Angustias! En ese momento no pensé en nada más que en el amor que sentí por la mujer que se había ido a los Estados Unidos y, ¿qué crees?, cuando me di cuenta, Tere y yo ya éramos pareja. Salíamos, íbamos al cine, a comer y ella aceptaba que nos tomáramos de la mano y nos besáramos, aún delante de la gente, a pesar de que yo le doblaba la edad.
Entonces, como sentí que era correspondido, sinceramente, decidí rehacer mi vida y le pedí que me platicara de su familia, porque quería conocerlos y ver si aprobaban nuestra relación, ya que pensaba casarme con ella.
No te imaginas lo mal que me sentí cuando me dijo que su mamá vivía en Los Ángeles y se llamaba Angustias. Además, me confió que se vino a México a vivir con su papá, porque sus padres se separaron, allá, en el Norte, y vivió primero en Jalisco, con su padre; después se vino a Iguala, a vivir con sus abuelos, en una colonia que se llama Agua Zarca, para seguir estudiando.
No le conté lo de su madre y seguí con mi interés por ella y hasta tuvimos relaciones sexuales. Total: su padre muy buena onda, aceptó nuestra relación y fijamos fecha para casarnos. El día de la boda llegó Angustias, de los Estados Unidos, para asistir al enlace de su hija. No sabía que el novio era yo, hasta que Tere nos presentó. Al reconocerme, me dio un gran cachetadón y me gritó, delante de su hija, que no me podía casar con ella, porque me seguía amando y, además, ¡Tere era también hija mía!”
¡Caray!, le dije apesadumbrado, qué decepción.
“Pues ni tanta”, me aclaró. “Al final fue bueno porque, sinceramente, yo también la seguía amando y, como ya estaban hechos los gastos, de todos modos hubo boda, solo que me casé con Angustias, mi gran amor, y al final tuve una familia.”
Terminó su narración con un gesto hacia una de las mesas; volteé y pude ver a dos mujeres muy parecidas, una mayor que la otra, que le sonreían amablemente y con amor.