Por: José I. Delgado Bahena

A decir verdad, la culpa la tiene Vicky. Yo vivía tranquilo con mi peloncita y mi escaso cabello, larguito, sobre las orejas. Nada habría pasado si me deja con mi resignación por la pérdida temprana de mi cabello. Además, ¿a ella qué le importaba?


“Mira cuñado: te voy a recomendar un shampoo que a mis clientes les ha resultado efectivísimo, nada pierdes con probarlo. Te aseguro que te va a salir el cabello, delgadito, pero tendrás.”


“¿Cuál shampoo?” Le pregunté con poco interés por la falta de credibilidad en los inventos milagrosos que me recomendaron, y probé,desde que noté que media cabellera se quedaba en mi almohada, al levantarme.


En ese entonces, me preocupaba tanto que se me cayera el cabello, que me puse hasta aceite de ricino con una masa que hice al machacar la semilla de un mamey, como me recomendó la suegra de mi hermano Pancho.


Lo que sí me acuerdo, y todavía me da mucha risa, por el ardor que sentí en mi pelona durante casi todo el día, de cuando me puse el agua caliente donde había hervido un puñado de hojas de guayabo. Metí un trapo al agua y con él me tallé la cabeza, lo más fuerte que aguanté; pero, me la puse tan caliente, que primero se me puso roja, irritada; después sentí que se me pelaba y me arranqué algunos pedacitos de piel.


Para disimular el daño que me había hecho en mi cabeza, por creer tamaña barbaridad, tuve que comprarme un par de gorras y desde entonces había preferido andar con una cachucha que andarme haciendo las recetas que amigos y familiares me decían, con la mejor voluntad, supongo.


“Siete A”, me dijo Vicky, haciéndome regresar de mis recuerdos, “lo venden en los centros comerciales. Algunos de mis clientes lo han probado y ahora ya hasta les cobro más, cuando vienen a la estética a cortarse el cabello.”


No sé por qué le creí. A mis cuarenta y dos años, después de quince de casado y de tener dos hermosos hijos, le hice caso. Incluso, Paulina, mi vieja, a quien Vicky la tiene siempre como una estrella de cine y a mí con los celos de punta, por lo guapa que se ve, me acompañó a buscarlo en Sams y en Aurrerá.


Efectivamente, lo encontramos, lo compré y lo usé. Durante catorce días seguí las instrucciones del frasco para lavarme el cuero cabelludo, más como juego que con la esperanza de que fuera efectivo.


Cuál no sería mi sorpresa de que, como a los veinte días, empecé a sentir rasposo, primero, y un poco cepilludo después. A los pocos días me vi en el espejo y un cabello parejito, tierno, como de un centímetro de altura, me cubría donde antes me brillaban las ideas.


No lo puedo negar: me sentí maravillado y agradecido con mi cuñada, por la recomendación del shampoo. Como a los dos meses de que lo empecé a usar, fui a la estética de Vicky y me hizo un corte para emparejar todo mi cabello. Mi vanidad creció. De por sí, feo no soy, ahora, con mi nueva mata, mi autoestima creció y me sentí galán, renovado, otro pues.


Ya frente al espejo, sentí que mi ropa ya no iba con mi apariencia juvenil, con tanto cabello que tenía en mi cabeza. Así que fui a Coppel y acrecenté mi deuda. Me traje playeras y pantalones de mezclilla que me hacen verme más juvenil. Hasta en mi trabajo me empezaron a chulear. Ahí fue, precisamente, donde explotó la bomba.


Lulú, mi amiga de toda la vida, a quien yo respetaba y admiraba por su decisión de ser madre soltera y por su responsabilidad en la oficina, me tiró un piropo que me encendió el alma y flameó mi corazón.


“¿Quién fuera jabón de olor para lavar ese cuerpecito?”, me dijo, un tanto divertida, pero con una mirada tan candente que me olvidé de la amistad y del respeto.


“Cuando quieras chiquita, estoy disponible”, le dije sin saber por qué le había dicho eso. Lo que sea, a pesar de mis celos, Paulina no me ha dado motivos para pensar en infidelidad.


Como a la media hora me llegó un mensaje de Lulú: “Me esperas al rato, quiero ver si es en serio que estás disponible.”


No le respondí nada. Toda la tarde me la pasé pensando en esa nueva situación. Sólo una vez le había fallado a Paulina, cuando tuvimos una fiesta de fin de año, en la oficina, y ahí se presentó la oportunidad de irme a un hotel con Prenda, la chava que se había metido ya con la mitad de los compañeros.


Por la noche, a la hora de cerrar, como no queriendo, me entretuve platicando con Jorge, el compañero encargado de la bodega, por si Lulú no se había arrepentido.


Pues no. Como a los diez minutos salió, me hizo una seña con la cabeza y la seguí. En la esquina nos juntamos. Nos quedamos viendo y, sin hablar, nos dirigimos a mi coche.


Esa fue la primera de las muchas veces que habíamos salido a dar la vuelta, al hotel, al antro, hasta que nos cayó mi vieja.


Ella y Vicky, nos esperaban en la puerta del hotel, en el auto de mi cuñada. Cuando salíamos, se nos cerraron con su carro y me obligaron a bajarme. Lulú también se bajó, queriendo entablar una conversación conciliatoria. Como perras, las dos se nos fueron a golpes y a mordidas. Yo trataba de controlar la situación, cuando no supe ni cómo, Paulina me dio un jalón muy fuerte en mi nuevo cabello que me causó un dolor tan fuerte que preferí meterme al auto seguido por Lulú.


Después de ese desbarajuste, no me quedó más remedio que divorciarme e irme a vivir con mi ex amiga y su pequeño hijo.