Lo encontré en una fiesta, hace como tres años, en un salón que está por el periférico. Él trabajaba de mesero y a mí me había invitado mi amiga Fabe, por los XV años de Ludwina, su hermana.
Cuando lo vi, pensé que ya lo conocía; pero por más esfuerzos que hice no logré recordar en dónde lo había visto, después pensé que en alguna otra fiesta y ya no me esforcé más.
Llegó a la mesa, me miró y me habló: “¿Te puedo ofrecer algo?”, me preguntó y fue suficiente para que yo sintiera una fuerte atracción hacia él, y me alegré mucho de que le hubiera tocado atender la mesa donde yo estaba con otros amigos de la escuela, a quienes también invitó Fabe.
Aquella noche no bailé ninguna pieza, solo por no perderme la oportunidad de pedirle más hielo para mi vaso de refresco, aunque tuviera una hielera llena en la mesa.
Sus ojos negros, su cabello rebelde, sus brazos delineados en la camisa y sus glúteos bien marcados en su pantalón negro, hacían que se me revolvieran las entendederas y me quedaba viendo lucecitas cada vez que se me acercaba a preguntarme si se me ofrecía algo.
“El mesero del amor”, le puse para recordarlo con ese nombre.
Yo no había tenido experiencias amorosas. Solo algunos coqueteos sexuales con un primo que vino de Estados Unidos y nos atrevimos un poco a besarnos y a tocarnos, pero no pasó a mayores.
No me arriesgaba mucho, y creo que la timidez no era mi mejor virtud para tener suerte en el plano amoroso, o al menos para que, a mis veinte años, hubiera dejado ya en el olvido “mi primera vez”.
En la escuela nadie me tiraba un lazo; tal vez porque todos pensaban que Rubén, un amigo que vivía en la misma colonia que yo, teníamos algo que ver, ya que siempre nos íbamos juntos. Además, con tantas tareas y exámenes, tantos cursos y exposiciones, poco tiempo nos quedaba para pensar en eso.
Por los compañeros no tenía queja, yo me conducía con naturalidad ante todos; por eso, tal vez, la convivencia con ellos fue de mucho respeto; pero, además, la verdad: ninguno me llamaba la atención.
En esos pensamientos estaba cuando Gabriel, el novio de Fabe, que estudiaba en una escuela de paga, en Taxco, llegó y me dijo:
“Si no bailas, al menos tómate un tequila, no te nos vayas a enfermar”, me dijo con su natural picardía, entre sonrisa y sonrisa. No le acepté uno, sino más de cuatro. De cualquier manera, yo avisé en la casa que no llegaría a dormir porque acompañaría a Fabe hasta que terminara la fiesta de su hermana.
Con esas bebidas agarré valor y, cuando se acercó el mesero, le pregunté su nombre.
“Pedro Antonio”, me dijo con la voz más sexi que yo había escuchado. “¿Por qué?”, me preguntó.
“Ah, porque… se me hace que te conozco”, le respondí con un hilo enredado entre los dientes.
“Deja ver…”, le dije simulando que buscaba su nombre en mi teléfono. “No. No te hallo. Mejor dime tu número, a ver si es más fácil.”
“Al ratito”, me dijo mientras levantaba unas servilletas usadas de la mesa.
Yo seguí con la vista clavada en la pista observando cómo se desarrollaba el programa del vals y todo lo demás. Cuando tenía oportunidad, le echaba un vistazo a “mi” mesero y me aventuraba en fantasías y deseos.
“Toma”, me dijo dejándome, sobre la mesa, un papelito con su número de teléfono, “tengo wats y face, me agregas. Pero, si gustas, me esperas a que termine mi comisión y vamos a otro lado”, agregó en mi oído.
Eso fue lo último que recuerdo de la fiesta. Los tequilas que seguí tomando con Gabriel no me dejan recordar qué pasó después.
Pero, al despertar, me di cuenta de que abrazaba a Pedro Antonio, completamente desnudos los dos, en una habitación desconocida para mí.
“¿Ya te vas Manuelito?”, me preguntó él sin abrir los ojos, al sentir que salía de la cama.
“Sí…”, le respondí titubeante, es tarde.
“¿Te volveré a ver? Eres muy guapo, me gustas mucho”, me dijo con un tono adormilado que no he de olvidar.
“Sí. Yo te llamo”, le contesté emocionado y salí a beberme el mundo con la esperanza de una nueva vida sin restricciones y sin prejuicios.