Por: José I. Delgado Bahena

Lucas era mucho más grande que yo. Como quince años, creo. Pero lo hubiera seguido a ciegas, si me lo hubiera pedido.


Cuando vino por primera vez, después de como veinte años que se había ido, fue porque su padre había muerto y sus hermanos le llamaron y le dijeron que no lo iban a enterrar hasta que él viniera, porque, según ellos, la ilusión de su padre fue volver a ver a su hijo Lucas, el mayor, el que estaba en los “yunaites”, y le mandaba algunos dólares.


Esa fue su gran virtud que me arrancó las ganas de querer conocerlo, aunque no en esas circunstancias.


En fin: cuando llegó, yo estaba en su casa, acompañando el velorio de cuatro días que, a decir verdad, ya todos los amigos y vecinos iban poco a acompañar, porque pensaban que el difunto ya se estaba echando a perder, por tanto calor. De todos modos, los de la funeraria se llevaron su buen morral de billetes porque, así dijeron, a cada rato le ponían unos líquidos al cuerpo de don Aurelio, para que aguantara.


Cuando lo vi, sentí que mis pechos se me ponían bien duros y un sudor tibio me bajó del cuello, me escurrió por el ombligo y se me metió en la entrepierna.
Yo no sé si él tenía instinto de perro; pero luego vi que atraje su atención.
“¿Cómo se llama esta chula?”, le preguntó a su hermano Federico, que se encontraba al lado mío, tomando café recalentado de la vaporera que habían puesto en la noche anterior.


“Georgina”, le contestó, como temblando, tal vez porque al hermano lo veía como un fantasma, por sus diecinueve años contra los cuarenta y tantos de Lucas.


“Ah, nais tu michu”, dijo en el inglés gabacho que hablan los que se van de mojados y aprenden de oídas y luego vienen a presumir.


Eso debió haber sido suficiente para que yo no volteara ni a verlo; pero me dio su mano y embarró la mía de un perfume tan embriagador que no me la lavé hasta el día siguiente, cuando regresamos del panteón, después de enterrar al padre.


Yo solo había tenido cuatro novios: Migue, Zefe, Leonel y Pancho.


Zefe fue el bueno, porque, a mis diecisiete años, con él supe las delicias de ser mujer y, aunque después le di vuelo a la hilacha con Leonel y Pancho, nunca he podido olvidar el descubrimiento de mi piel chinita y de la temblorina orgásmica que me produjo Zefe por primera vez.


Lo malo fue que Zefe buscaba una mujer para atender a los mil hijos que pensaba tener y yo, sinceramente, jamás he pensado vivir esclavizada a un marido y a la lavadera de pañales cagados.


De Leonel y Pancho mejor ni te cuento. Como eran hijos de mami, no estornudaban sin permiso de sus santas madres.

Entonces, como Fede le andaba echando los perros a Lolis, mi amiga de toda la vida, y como ella vivía esperanzada en que Fernando le ensalivara su cuello, pues, de alguna manera se dieron las cosas para que Fede y yo iniciáramos algo así como un noviazgo.


Yo le hablé claramente, y le dije: “Mira Federico, la neta: no sé ni para qué te hago caso; tú no me quieres y yo no siento nada, ni interés sexual por ti; pero vamos a ver qué pasa y nos la jugamos, ¿va?”


Él aceptó y así comenzamos a jugar con las manos y los besos. Cuando pasó lo de su papá teníamos algo así como dos semanas. Yo creía que pronto llegaríamos a algo más que los besos y las caricias, porque como que ya lo estaba viendo guapo e interesante; pero, como ya te dije: llegó Lucas con su porte de americano perfumado y me atrapó.


La verdad: no supe ni cómo; pero, una noche, al terminar uno de los rezos del novenario de su papá, y que Fede había ido a traer unos refrescos para darle a la gente gorrona que no alcanzó el atole que repartieron con las enchiladas, me dijo al oído, mientras le entregaba la charola con la que ayudé en el reparto: “Te espero a las diez en la esquina de tu casa, quiero platicar contigo.”


Yo no le respondí, pero supe que no podía negarme. A las diez quince salí de casa y él ya me esperaba en el carro de su tío Tomás. Me subí y, sin hablar, condujo el auto hasta un hotel de la salida a Cocula.


“Desnúdate”, me dijo imperativo. Él se sentó, se quitó los zapatos y su ropa. Yo me acerqué a él y lo abracé por la espalda, le besé el cuello, le mordí las orejas.

Todo pasó como en tinieblas y fue tan repentino que, ofuscada, no advertí que no usó preservativo, hasta el momento de la explosión en que, como una veladora encendida, me quemó el cuerpo y reaccioné; pero era demasiado tarde.


“Esto no significa más que el placer”, me dijo mientras nos vestíamos, “no me busques. Después de la levantada de cruz regresaré a los Estados Unidos a mi vida y mi familia. Gracias, fue muy bueno.”


Efectivamente, fue muy bueno. Mi siguiente menstruación fue mínima y me dio la señal de que algo había pasado.


“Fue muy bueno…”, aún resuena en mis oídos. Fue muy bueno para él, para mí no. Como previendo las consecuencias, incité a Federico para que tuviéramos relaciones sexuales lo más pronto posible.


“Vamos a tener un hijo”, le dije a Fede. Con eso fue suficiente. Nos casamos y nos quedamos a vivir en su casa, con su madre.