Por: Rafael Domínguez Rueda

Casualmente, la semana pasada escuchamos «que van a promover un concurso de balero, yoyo, cuerda…” Eso nos hizo recordar que, cuando organizamos el primer Festival Cultural Yohuala, incluimos como una de las actividades Los juegos tradicionales que ya forman parte de la programación de cada año.

La tecnología no solo vino a desplazar a nuestros juegos, como el balero, el yoyo, la cuerda, las canicas… los encantados, el avión, la monja y el diablo…
Sino, también fueron desplazados personas y personajes que en tiempos de mi niñez eran adorno de la vida cotidiana.


Arrieros, cargadores, aguadores, herreros, cocheros, hortelanos, campaneros, todo un desfile de tipos pintorescos idos para siempre, como desaparecieron después el que vendía leña o carbón en su burrito, el que repartía leche hasta la puerta del domicilio a caballo, el vareador de lana, el afilador que ahí iba tocando su caramillo, el capador, el tejedor, el paragüero y tantos y tantos más que eran parte de la vida en Iguala y que se fueron ya.


Puedo evocar mi niñez, jugando la pelota a la vuelta de la esquina, pues no circulaban vehículos, o jugando a la rayuela, o después de la lluvia chapotear en la corriente de agua que discurría a media calle o soltando barcos de papel en esa corriente o «coleándose» de la «escoba», que así se llamaba a colgarse de la parte posterior del camión colectivo, también conocido como circunvalación, pues hacia el recorrido del Centro a la estación del ferrocarril y regresaba hasta el Oasis, frente al campo de aviación. Yo todavía alcancé a hacerlo y a sentir la honda emoción deliciosa de la aventura prohibida.


También jugaba en casa con mis padres y mi hermano a la oca, serpientes y escaleras, damas chinas (estrella de 5 puntas), matatena, realizar sombras de animales con las manos o el juego de manos con cordón de zapatos haciende figuras como la estrella.


Como no recordar cuando niño hacia volar mi papalote a la orilla de la ciudad, donde empezaban los campos. Papalotes que nosotros mismos elaborábamos.
Igualmente, muchas de las tradiciones están desapareciendo, otras se van deformando. Yo todavía usé sombrero hasta los 50 años. Todo mundo se saludaba al cruzarse. A las 12, sonaban las campanas y todo mundo se paraba, aunque fuera en la calle, a rezar el «angelus». El matrimonio está en crisis, pues se juntan hombre con hombre o mujer con mujer y las parejas se resisten a procrear y como dice mi amigo Alejandro Sánchez, ahora tienen perrijos y gatijos. Los curas, a los que antiguamente se les besaba la mano, ahora ellos besan de cachetito. Antes había respeto y honradez, ahora ya se perdió el temor a Dios.


Las cartas ya no se escriben y las salas de cine como los periódicos impresos están en vías de extinción.


Iguala de mi infancia que se dormía al toque de la oración y despertaba antes que aparecieran las luces primeras de la aurora; que vivía al ritmo lento del paso de los asnos por las calles; donde la tiendita era vista por los honrados vecinos con los mismos ojos de suspicacia con los que se ven la cantina y los billares.


De todo eso creo que algo nos queda. Si todo se hizo polvo, cenizas, sombra, nada, creo que podemos al menos, como lo acabo de hacer, correr las cortinas del vasto salón de la memoria, y en una tibia penumbra evocar aquella ciudad pequeña, segura, progresista que hace más de 50 años fue Iguala, donde viví feliz.


Jamás los muertos entierran a sus muertos, y nosotros seguimos velando en los aposentos del corazón el cuerpo cálido de aquel pueblo activo y alegre de nuestros padres y nuestros abuelos.

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