Por: José I. Delgado Bahena

Es increíble que la vida te regale estos sobresaltos solo por ser tú y no dejarte llevar por el qué dirán, ni por las presiones de los amigos, o de la familia. Aunque, después de lo que me pasó, más valiera que yo hubiera hecho caso a lo que me decía Lulú.


Lulú ha sido mi mejor amiga y las dos trabajábamos en la cocina de un restaurante a la orilla de la laguna de Tuxpan. Ella era especialista en los guisos caseros y yo me encargaba de todo los relacionado con los mariscos. Había otra chava que hacía las tortillas y una más que apoyaba en todo. Les hablábamos bien, pero no hicimos amistad como Lulú y yo.


El patrón que teníamos era muy exigente, y rústico, porque era originario de esta comunidad de Tuxpan; pero también era comprensivo y, cuando no había nada de gente, nos dejaba salir temprano.


Bueno, como te decía, Lulú ha sido mi mejor amiga, por eso se atrevía a regañarme o, al menos, a advertirme sobre las consecuencias que podría tener.

“Pinche Celia”, me dijo un día en que estábamos muy quitadas de la pena, porque no había ningún cliente en el local, y hasta los meseros estaban jugando dominó, para no aburrirse, “un día de estos te vas a llevar un susto, solo por dejarte llevar por tus impulsos y darle rienda suelta al placer sexual con el que se te atraviesa.”


“Oye, no”, le dije un tanto indignada y con un falso reclamo, “eso no es del todo cierto. Yo solo tengo sexo con quien es mi novio, no con cualquiera. Además, soy mayor de edad y sé cuidarme. Yo creo que la sexualidad es muy natural y, mientras se pueda, pues hay que disfrutarla, ¿no?”, le contesté como para defenderme del mal concepto que se estaba formando de mí con respecto al uso de mi cuerpo.


“Eso está bien: disfrutarla”, me dijo mientras servía un poco de salsa en los recipientes que los meseros ponen en las mesas, “pero tal parece que estás buscando sufrirla.”


Esas pláticas que teníamos, por el tono que Lulú usaba, me hacían pensar un rato y aceptaba que mi amiga tenía razón; pero, cuando veía a mi novio en turno, se me olvidaban y me entregaba a la pasión que desbordábamos en las oportunidades que teníamos.


Cuando llegó Esteban a trabajar de barman, porque el hijo del dueño, quien era el que servía las bebidas, tuvo que regresar a sus estudios en Puebla, me dio la impresión de que era medio gay, o gay completo, pues.

Es que por más que le tiraba la onda no me hacía caso. Al principio nos dijo que él tenía novia en Taxco, donde había trabajado durante dos años y medio, que solo buscaba ahorrar algún dinero para poder casarse y que no le interesaba otra cosa más que trabajar y trabajar.


Eso, más que apachurrarme, hizo que me obsesionara y me tracé el reto de conquistarlo. Entonces, como una forma de juntar nuestras emociones, un día que el patrón no había ido, le hice plática, recargada sobre la barra de la cantina.


“Así que tú eres de Taxco…”


“Sí, pero mi padre es de aquí, de Iguala. Él nunca se preocupó por mí. Mi madre era de allá, murió hace dos años. Entonces, yo me vine a buscar a mi padre y, ¿qué crees?, me negó su apoyo, por eso tuve que trabajar y caí aquí.”


Yo no quise saber más de su vida, ¿para qué?, su voz me envolvió el cuerpo y ya no pensé más que en estar con él, en la intimidad.


“Invítame al cine”, le dije mirándolo a los ojos y tomando una de sus manos que jugueteaban con un encendedor.


“Sí, cuando gustes”, me respondió con un tono seco, indiferente.


“No lo dices con muchas ganas, al parecer te sientes obligado…”


“No es eso. Lo que pasa es que me enteré de que mi novia me pone el cuerno y pues… me siento mal, pero creo que un poco de distracción me vendrá bien.”

“Ay, mi niño, no te preocupes, yo haré que se te olvide ese sabor amargo, ya verás. Mañana mismo nos vamos al cine y… a donde tú quieras”, le dije con entusiasmo para ver si lo contagiaba, recordando una frase que me había dicho mi tío Alberto: “A falta de amor, queda el sexo.”

Todo salió a pedir de boca. Esteban, de gay no tenía nada. Saliendo del cine me invitó a tomar un refresco en el departamento que rentaba y, pues, yo no perdí el tiempo y él no se hizo del rogar.


Esa fue la primera vez que tuvimos sexo. Después salimos otras cuatro veces e, incluso, aquí, en el restaurante, en un par de ocasiones aprovechamos la oscuridad del local y entre copas y botellas nos dimos nuestros encuentros del cuarto tipo. Lo que sea, él era muy bueno para eso; pero una cosa, que no entendía, no me dejaba disfrutarlo: insistió, y me convenció, de que lo hiciéramos sin protección alguna.

No entendía, porque, en la actualidad, los condones están a la mano en cualquier parte, y hasta te los regalan. Él dijo que con el condón no sentía igual y acepté nomás por darle gusto.


Lo malo fue que, a diez días de estar teniendo relaciones sexuales, Esteban desapareció. Ni en su departamento estaba, ni su celular contestaba. Solo una carta, que Lulú me entregó después de tres días que se ausentó por ir a la fiesta de su pueblo, me aclaró todo:


“No me culpes. La culpa la tiene nuestro padre. Somos medios hermanos. Él tiene la culpa por andar de irresponsable sembrando hijos que no va a poder cuidar. Me voy. No me busques. Hazte análisis: tengo SIDA. Adiós.”

Inmediatamente investigué con mi padre y él no negó nada. “Pero yo no obligué a su madre a tener sexo conmigo”, me dijo.


Ahora, cuando al fin me decidí a hacerme los estudios. Estoy a la espera de que Lulú salga del laboratorio con los resultados y me ayude a decidir el rumbo de mi destino.