Por: José I. Delgado Bahena
Cuando me vine de Cuernavaca, en busca de una nueva vida que me llevara a olvidar tantas malas experiencias que tuve allá, jamás me imaginé que, por más que huyera de mi destino, me alcanzaría hasta aquí, en la ciudad tamarindera.
Allá me casé y tuve dos hijos: hombrecitos los dos. Lamentablemente, mi matrimonio con Julia, mi ex mujer, por culpa de ella, se echó a perder.
Yo le daba su lugar, y la respetaba. Incluso, cuando ella se empezó a mostrar indiferente conmigo, no la forcé a nada, ni siquiera para tener relaciones sexuales. Después, cuando nos dimos cuenta de que ya no existía entre nosotros más que la obligación por los hijos, platicamos y, entonces, ella se atrevió a decirme la razón del porqué yo ya no le interesaba.
“Es que, mira, la verdad, no me satisfaces”, me dijo con un tono firme y sincero, “no sé ni cómo le hicimos para tener a nuestros hijos, porque pues, nunca he sentido nada contigo. No te vayas a enojar, sinceramente, te estimo y quiero que estés bien. Si nos vamos a separar, hagamos las cosas bien, como personas educadas, decentes. Por nuestros hijos no te preocupes, ya ves: Andrecito, en la secundaria, y Luis, en la prepa, no necesitan grandes cuidados, sabré ver por ellos…”
Siguió echándome su gran discurso, del que ya no recuerdo más, de tanto que dijo. Al siguiente día, por la mañana, hice los arreglos en mi trabajo de tapicero para que los días que no me habían pagado los cobrara ella, para mis hijos, y por la tarde me vine para Iguala, en busca de Ángel, mi hermano, que tenía un negocio de tacos aquí.
Ángel me dio trabajo y me dejó vivir unos días en su casa, mientras buscaba un cuarto, para rentarlo y vivir aparte. Yo estaba por cumplir los cuarenta y sentía que aún podía rehacer mi vida.
En cuanto pude, me salí de la casa de mi hermano porque, aunque vive solo, no me gustaba estar con él, ya que tiene unas costumbres que no van conmigo. A cada rato metía a sus amigos a tomar la copa y a veces alguno se quedaba con él y, pues, en una de esas, uno de ellos me estaba tirando la onda y casi lo golpeo por insinuarme cosas; así que, mejor me salí. No por ser mal hermano; pero, pues, a mí ese tipo de personas me caen mal y no los puedo ver ni en pintura.
Lo bueno es que pude conseguir un trabajo en una farmacia y hasta el puesto de tacos dejé. Así pasaron cuatro años y más o menos tenía una vida tranquila. Lo único que me ponía de malas era que extrañaba a mis chamaquitos. De vez en cuando les llamaba por teléfono y en un par de ocasiones los fui a ver; pero, en una de esas vueltas a mi antigua casa, me encontré con la sorpresa de que Julia vivía con Salomón, uno de mis mejores amigos. Por mi tío Lupe, que vive a dos cuadras de ella, supe que desde antes de que nos separáramos ya tenían una relación.
Lo bueno es que mi ex jamás me obligó a que le ayudara para mantener a nuestros hijos. Ella es maestra y ha sido capaz de darles los estudios y comprarles lo que necesitan. Cada vez que iba me los dejaba ver y los llevaba a dar la vuelta; pero, cuando supe lo de ella y Salomón, me fui alejando y dejé de ir a verlos.
Yo había tenido algunas parejas sentimentales, pero nada serio, hasta que conocí a Tomasa. Ella tenía como treinta y cinco años de edad, había llegado de Arcelia y tenía un hijo como de dieciocho, se llamaba Carlos, pero lo traté poco porque, después de un par de meses de vivir con Tomasa, él se fue a estudiar la universidad, en Morelos, y cuando venía a Iguala casi no lo veía.
Con mis hijos manteníamos comunicación solo por internet. En ocasiones, no tenían tiempo de responderme porque estaban investigando temas de su escuela. Andrés estaba ya en la universidad y Luis en la preparatoria. Eso me llenaba de tristeza, porque sentía que, poco a poco, mis hijos se iban volviendo unos extraños para mí. Y me dolía mucho, porque hubiera querido verlos madurar, hacerse unos profesionistas y formar sus hogares, como cualquier padre que desea ver la realización de sus hijos. Sin embargo, era una realidad que debía aceptar y tragármela enterita.
Luego, como Tomasa tenía un negocio de comida donde vendía antojitos, yo dejé el trabajo en la farmacia y me dediqué a ayudarle en la preparación de los alimentos y atendiendo a los clientes.
Lo único que no me gustaba era que ella mantenía amistad con algunos amigos de Carlos, su hijo, quienes los visitaban en la casa y luego luego se les veía su preferencia sexual; entonces, yo optaba por salirme para ir al cine, o a dar la vuelta, mientras se iban; porque, como ya te dije, es muy difícil que yo acepté cerca de mí a un homosexual.
Tal vez por eso, con sinceridad te digo, aún me tiemblan las manos, y los ojos se me llenan de lucecitas al recordar lo que pasó aquella tarde, cuando desperté de una siesta y escuché voces en la sala.
Cuál no sería mi sorpresa al encontrar a Carlos y a mi hijo Andrés, sentados en la sala, muy juntos y tomados de la mano. Evidentemente, Carlos conoció a mi hijo en la universidad y lo pervirtió; de manera que, sin medir consecuencias, y sin preguntar nada, me le fui a golpes a Carlos insultándolo y exigiéndole que dejara en paz a mi Andrecito.
“Está muy mal, señor”, me dijo, “lo que debe hacer es respetarnos y apoyarnos, ya somos mayores de edad y sabemos lo que hacemos. Si no le gusta, váyase de la casa de mi madre, porque, aquí, solo es un arrimado”.
Al ver que Andrés lo apoyaba, y hasta lo defendía, no me quedó más remedio que salir y retirarme para siempre de la vida de todos ellos; porque, definitivamente, ese defecto no se lo acepto a mi hijo, por mucho que lo quiera y que lo extrañe.