Por: José I. Delgado Bahena•

“¡Qué bonitos ojos tienes!”, le dije cuando me acerqué a ella mientras pedía un helado en la paletería que está frente al palacio municipal.


“Gracias”, me dijo, sonriendo. “¿Qué te tomas?”, agregó.


“Quiero tomar té”, le respondí acercando mi boca a su oído.


No respondió. Recibió su helado, pagó y se fue sin despedirse al menos.

Esa fue la primera vez que la vi. Cuando la volví a encontrar estaba haciendo cola en la puerta del cajero de un banco que estaba cerca de Plaza Esmeralda y que hace poco cambiaron a una cuadra de ahí.

Cuando me vio, sonrió, sacó su celular y fingió que buscaba algo en él.

“¿Cómo te llamas?”, le pregunté con voz tenue para no asustarla y que no nos escucharan las demás personas que estaban formadas.


“Olivia. ¿Por qué?”


“Nomás. Porque no debo hablar con desconocidas, me regaña mi mamá.”


“Ah, entonces también dime tu nombre, porque también a mí me regañan.”


“Alberto”, le respondí en medio de una tos que en ese momento me atacó.


“Te vas a ahogar”, me dijo riéndose y regresando a jugar con su celular.

“No, si me das un beso”, le dije con atrevimiento al ver cómo le brillaban sus ojos cafés.


“Estás loco. Aquí hay mucha gente”, me respondió.


“¿Entonces, dónde?”


“Apunta mi número, me marcas y nos ponemos de acuerdo, ¿va?”

Desde entonces, las llamadas y los mensajes fueron la luz corriente de cada día entre nosotros. Luego, nos citamos para salir y nos hicimos confidencias.


Le dije que era contador y que estaba a punto de titularme, mientras tanto auxiliaba a llevar la contabilidad de los clientes en un despacho que está cerca de la parroquia de San Francisco. Ella me confesó que andaba en busca de trabajo, porque la empresa, donde llevaba más de cuatro años como secretaria, había quebrado y no le habían dado ni un peso de liquidación; por lo que le urgía conseguir empleo. Además, me dijo que había llegado de un pueblo del municipio de Cocula, con la motivación del puesto que le habían ofrecido, pero que ahora no sabía qué hacer.

Lo que no le dije, por vergüenza, fue que recién había llegado de Cuernavaca, huyendo de un malogrado hogar que formé al casarme con una ingrata, tratando de dejar un pasado de infidelidades en el que protagonicé el peor papel de cornudo que fue muy comentado en la ciudad “de la eterna primavera”. Como me vine a otro estado, no me preocupé por deshacer legalmente mi matrimonio y traté de rehacer mi vida como Dios me dio me dio a entender.

Ahora, con Olivia, veía las cosas distintas; al escuchar de cerca su voz y verme reflejado en el espejo de sus pupilas, me dije que, si me casaba otra vez, tendría que ser con ella, por la gloria que sentía al verla, escucharla y tocar sus manos.


Como adivinando mi pensamiento, me preguntó: “¿Te casarías conmigo?”


“Sí”, le respondí enfático y seguro.


“Pues te voy a tomar la palabra, porque desde que te vi me dieron ganas de agarrarte tus brazotes y todo lo que te dejes”, me dijo acercándose sobre la mesa, bajando la voz y tomando mis dos manos con las suyas tibias.

A partir de esa, nuestra primera cita, me pasaba las noches enteras pensando en ella y en el día en que realmente le dijera que nos casáramos. Definitivamente, después de mi decepción amorosa, me sentí agradecido por la vida al darme esta nueva oportunidad.

Lo bueno fue que pronto encontró trabajo en un despacho de abogados donde la recomendé y así no se tuvo que regresar a su pueblo. Aquí, en Iguala, vivía con un hermano que estudiaba la universidad y, cuando ya nuestra relación iba en serio, había noches en que me quedaba a dormir con ella y de ahí nos veníamos a nuestros trabajos.

Así, poco a poco fui sintiendo que la necesitaba más y más, hasta que, por fin, le pedí que nos casáramos.


“¿Ya lo pensaste bien?”, me preguntó con un tono que no le conocía.


“Sí. Si estás de acuerdo, nos casaremos por lo civil el mismo día de la boda por la iglesia, para no hacer doble gasto, y solo con tu familia y la mía como invitados”, le dije, sabiendo que de mi familia no invitaría a nadie.

“Por supuesto que acepto.” Me respondió entrecerrando los ojos. “Te pido que comencemos con los trámites de una vez, porque me muero de ganas de ser tu esposa.”


No demoramos nada, hace tres meses que comenzamos con los trámites y, por los conocidos que los dos tenemos entre los funcionarios, todo se nos facilitó; pero ayer, que sería la boda, llegó el juez del registro civil y, desde que lo vi, se me hizo conocido; lo que me confirmó al tomar él la palabra frente a los padres de ella, mi hermana, que había venido de Morelos, y nuestros testigos.


“Lo siento”, dijo el juez, “no puedo realizar este enlace conyugal si, de acuerdo con los procedimientos legales, el joven Alberto, a quien recuerdo perfectamente, no muestra su acta de divorcio, correspondiente a un matrimonio anterior que él tuvo en Cuernavaca y del cual, por mi competencia, fui el juez que oficializó su enlace con otra persona, cuando radicaba en aquella ciudad.”

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