Por: José I. Delgado Bahena

Él se llamaba Pedro. Lo conocí en una reunión que tuvimos con mis compañeros de generación de la prepa. No estudió con nosotros; según me dijo, era hijo de mi compañera Isabel y fue a la fiesta como acompañante de ella. Después me enteré de otras cosas.

A mis treinta y nueve años, nunca había sentido tanta atracción por un hombre, menos con alguien tan joven como él. Tenía diecinueve años, me dijo, y yo lo deseaba, aunque para mí fuera un bebé.


Eso fue lo primero que le dije cuando, después de unos tragos que nos tomamos durante el convivio, acercó su silla a la mía mientras Isabel andaba baile y baile con Sergio.


“No importa”, me dijo, “quiero que me acabe de criar.”


Esas declaraciones me dejaron sin respiración. Jamás, en nuestra época, habíamos tenido tanto atrevimiento. Sin embargo, debo confesar que me gustó. ¡Qué carajo! Es la verdad: me gustó, y le seguí el juego, haciéndole entender que lo tomaba como una broma.


“Pues… cuando quieras. Tú me avisas, porque yo creo que solo estás jugando.”


“¡Cómo cree!”, me reclmó con un tono más fuerte por la música que tocaban en ese momento la pareja de cantantes que contratamos para la fiesta; “mire: le voy a anotar mi número y, si me da el suyo, le prometo que yo le marco.”


Él tomó una servilleta y registró los diez números de su celular junto a los que agregó: “Pedro, el guapo”.


A decir verdad, tanta desfachatez y falta de modestia chocaban con mi sensibilidad y me hacían verlo como un peligro, un riesgo que no quería correr por respeto a Isabel, y a él mismo, por la diferencia de edades.
“¿Qué quieres de mí?” Fue lo primero que le pregunté frente a una Coca Cola que me había pedido en el restaurante de la laguna de Tuxpan donde nos vimos para comer, una semana después de la fiesta con mis compañeros de generación.


“Nada”, respondió sin titubeos, e inmediatamente le dio un gran trago a la cerveza que se había pedido mientras consultaba algo en su celular. “Bueno, sí: experiencia”, rectificó.


“¿Experiencia…?”


“Sí. Quiero saber cómo trata una dama, como tú, a un pelado como yo. Quiero saber cómo besas y cómo eres en la intimidad, qué música te gusta y qué películas prefieres ver. Todo lo que pueda saber y aprender de ti, me interesa. Espero que mi discurso no haya sido muy largo y que te haya convencido de que tal vez valga la pena vivir esta experiencia que te estoy proponiendo.”


No supe qué decir. Al tutearme, había tirado la barrera que pensaba ponerle con la edad como pretexto, y su elocuencia superó la expectativa que me había formado de él. Creí que era un chico alocado que deseaba tener sexo conmigo solo por placer o pasatiempo; pero no: su perspectiva iba más allá de lo que imaginé.


Después, supuse que solo esperaría el momento para, al regresar a la ciudad, pedirme que metiera mi automóvil en uno de los tantos hoteles que hay por allí.


Bueno, sí, lo hizo. Fue directo y claro.


“Quiero vivir una relación contigo”, me dijo limpiando con una servilleta un poco de salsa que había caído sobre mi mano. Él aprovechó ese movimiento para sujetar con fuerza dos de mis dedos, en un indescriptible mensaje de misterio y provocación, y me regaló una hermosa mirada seductora desde sus profundos ojos cafés.
Yo sonreí y me defendí.


“¿Por qué no la vives con alguien de tu edad?”, le dije, tratando de darme una última oportunidad para ofrecer una respuesta de rechazo que, en realidad, no quería dar.


Sinceramente, Pedro me gustaba. Me gustó desde que lo conocí en el convivio. Yo nunca me imaginé vivir algo así. A mi edad, después de ser madre soltera y con una hija de doce años, me limitaba a tener relaciones esporádicas con algunos compañeros de la oficina, que no duraban más de dos meses y de las cuales ninguna me había rasguñado tanto el corazón como lo hacía Pedro con sus impertinencias.

“¿Para qué?”, me respondió con esa pregunta sin soltar mis dedos y sin hacer yo el menor intento de retirarlos, “las chicas de mi edad son muy cursis, quieren el cinito y el helado, y sus entregas son sin tino, sin la sabiduría que seguramente tú debes tener.”


No dije más. ¿Para qué? Tenía muy claro que yo también deseaba aventurarme en el descubrimiento, en la emoción nueva, en la energía sin fin que, sin lugar a dudas, Pedro desplegaría sobre el mar embravecido de la entrega sin límites.


Con un ademán, llamé al mesero y pagué la cuenta. En silencio abordamos mi coche y conduje sobre la cinta asfáltica para salir del pueblo.


Al pasar por un hotel, le pregunté: “¿Te gusta este?”


“No. Síguete”, me dijo con una autoridad que me dejó muy claro que ahora quien decidía todo era él.


Al llegar a una vereda, me indicó que diera vuelta para subir una pequeña pendiente que conducía a un hotel que yo no conocía. Al pasar por la administración, abrió el vidrio de su ventanilla y le hizo una seña al tipo que indicaba el número de la habitación que podías ocupar.

“Entra en la 14”, me ordenó con un tono que me comenzó a extrañar.

Al bajar del auto, él inmediatamente cerró la cortina y abrió la puerta de la habitación. “Entra”, me dijo, recargado en el marco de la puerta.

Al poner un pie dentro del cuarto, me quedé helada por la incertidumbre. Dos hombres de mayor edad, semidesnudos, me lanzaban miradas lascivas y se tocaban su entrepierna con tan tremenda vulgaridad, que mi único pensamiento fue el salir corriendo.


Antes de que pudiera decir nada, Pedro abrió una bolsa que llevaba colgada de su cuello y extrajo un documento, era su acta de nacimiento con la que demostraba que tenía 17 años de edad.


“El administrador se dio cuenta que vine contigo. Es mejor que cooperes. Mis amigos solo quieren un rato de diversión. Te va a gustar.

“Qué quieren de mí”, le pregunté con un bote lleno de arrepentimiento flotando en el fondo de mi alma.


No respondió nada. Como respuesta, me tomó fuertemente del brazo y me lanzó sobre la cama donde los individuos comenzaron a desvestirme y a manosearme.


Fue todo lo que recuerdo. Me dieron una bebida que me enturbió los sentidos. Cuando volví a la realidad, Pedro estacionaba mi auto frente a la Unidad Deportiva. No dijo nada. Se bajó y se fue.

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