Día del Padre

Por: Rafael Domínguez Rueda

El pasado domingo 19 de este mes de junio, se celebró el Día del Padre. Fecha en que se hace indispensable un análisis, una reflexión sobre el papel tan importante que un PADRE juega en el templo sagrado de toda familia que es el hogar. Para mí fue un día maravilloso, no sólo porque me vi rodeado de mis seres más queridos, sino, sobre todo, por la disposición y muestras de cariño que nos manifestaron a mi esposa y a mí.

Desde luego, no podía dejar de evocar a mi padre, a quien siempre respeté y vivo agradecido por las lecciones de vida que les dio a mis hijos en su niñez.

A lo largo de mi vida, sólo dos veces vi llorar a mi padre. La última vez fue cuando murió mi madre. Después de que me dieron la fatal noticia y acudí a la casa paterna, al llegar me recibió mi padre. Al darnos el abrazo, no aguantó más y empezó a llorar. Y en seguida se fue a su cuarto a seguir llorando la muerte de quien lo había acompañado por más de treinta años.

La primea ocasión sucedió muchos años atrás. Familia de vivir modesto era la nuestra. Éramos solamente cuatro: mi madre, mi padre, un hermano menor y yo. La única diversión que mis padres nos podían dar a mi hermano y a mí era llevarnos todos los domingos por la tarde al Monumento.

En aquella época, al Jardín Juárez acudían los jóvenes quienes, por lo general, daban vueltas alrededor del Zócalo y las parejas se sentaban en las bancas. Mientras las familias se reunían en la explanada del Monumento.

Y es que, a mediados del siglo pasado, iguala gozaba de un ambiente de vida pueblerina. Era segura, apacible y provinciana., con empleos suficientes, gran actividad comercial. Eran muy contados los vehículos que circulaban y la gente se saludaba, pues todos nos conocíamos.

Ahora son otros tiempos.

Uno de aquellos domingos familiares, ya de regreso a casa, al caminar por afuera del atrio, ví a un señor que sobre el pretil de del barandal tenía expuestos varios libros, entre éstos había varios de cuentos infantiles: Blanca Nieves, El Mago de Oz, El gato con botas…

“Papá –le pedí con ansiedad-, ¿Me compras uno?” respondió con las mismas palabras con las que respondía siempre que le pedía algo. “Vamos a ver”.

Cinco días después, al regresar del trabajo mi padre, me puso en las manos, cinco de aquellos cuentos. Yo esperaba sólo uno. Le eché los brazos al cuello y le dije: “¡Qué bueno eres papá!”. Cuando me separé del abrazo ví que tenía los ojos llenos de lágrimas. Mi arrebato infantil lo había conmovido.

En memoria de aquel hecho, el pasado domingo, dos de aquellos cuentos se los obsequié a mis nietas Camila y Mía Paola. Las fábulas de Esopo y Las mil y una noches.

Regalarle un cuento a un niño es como regalarle el mundo, como transportarlo a un castillo encantado o trasladarlo al paraíso. Es abrirle las puertas y las ventanas de la imaginación y llevarlo a concebir sus propios mundos. Es encaminarlo por los horizontes de la fantasía y mostrarle las posibilidades infinitas de la vida.

Un regalo tiene la capacidad de mostrar amor o simplemente hacer que alguien se sienta especial. No debemos subestimar el poder de regalar.

Regalar un libro es regalar un viaje a otros mundos y desde luego, más fascinante y muchísimo más barato.

Por todo eso, con ese motivo, demos un fuerte abrazo de amor y respeto a los que viven y también a nuestros hijos que también ya son padres. Y a los que partieron al más allá, a su encuentro definitivo con el Creador, una oración por su descanso eterno, un recuerdo, una lágrima y que sigan guiando nuestros pasos con su bendición, desde el Cielo.

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